martes, 11 de febrero de 2014

El policía

Acaricia la culata del arma y su funda. Fantasea con desnudarla, imagina tiros certeros, sangre de delincuentes.

Resguardado de la lluvia, en una estación de servicio, se parodia a sí mismo y a la totalidad de los uniformados. Tiene un marcado sobrepeso. ¿Cómo podría alcanzar a un criminal? Parece poco posible...

El, resguardado, coquetea con la empleada de la estación, que no sé si por entretenimiento, conveniencia o convicción, ríe sus comentarios socarrones y se queja del trabajo que le tocó en suerte.

De pronto entra un pibe con rastas, él posa la mano derecha sobre el arma, pero esta vez la apreta, listo para desenfundar. El rasta compra un chocolate, él apreta más fuerte, el rasta saluda cordialmente a la empleada y se retira, él relaja los músculos y sigue al rasta con los ojos. Se quiere asegurar que solo haya sido un chocolate. Mira a la empleada. Sonríe. Hace ojitos ridiculizando la frondoza cabeza del amable rasta. El, muy pelado, no da entidad al acontecimiento cultural. Pichulea un café. Sueña el acto heroíco y el reconocimiento de toda la comisaria.

Sale a la calle. Está lleno de miedo. Acaricia el arma. Se me ocurre que es un tipo peligroso. Se me ocurre que sus frustraciones pueden matar a quemarropa. Se me ocurre que vio muchas películas de acción y se embaló mal. Se me ocurre es un error de la sociedad. Se me ocurre que es un fantasma de nuestro propio mal obrar.  

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