miércoles, 18 de mayo de 2011

Experiencia pelada

Ese hombre pelado se quedó dormido en una mesa para cuatro, en una silla para dos. Una amplia silla que contempla (contempla ahora, yo atrás del mostrador viéndola contemplar) la necesidad de las parejas que existen ¿exageradamente? siempre como par y nunca como eja. Una de esas que exageradamente exacerva su exagerado ¿amor?. La silla para dos fue creada por un joven que vio la volcánica nece(sí)dad y abocó a ella su creactividad. Ya existían bancos, gradas, pisos y otros sentaderos duales, pero no sillas, bien trabajadas, elegantes, y menos en lugares como el nuestro, dados al protocolo y a las tensionespre fijadas.

Ese hombre pelado yacía sin contensión (con sintensión) en la única silla para dos de su mesa. Las otras eran: una para media persona y otra para una y media. Apuntamos a una innovación tanto o más fuerte que la del joven. Creímos poner a la gastronomía en un nuevo plano. De hecho la pusimos: el de la puesta en crisis de los números enteros como cualidad inmodificable de la composición mesal. Pero no tuvimos éxito. Ahora vemos el por qué: la silla de una y media parecía ser para una con cierta generosidad, la de media parecía ser para una con cierto escamoteo. En función de en cuál les había tocado sentarse, los clientes se quejaban o agradecían por estamotés o por generosidad. Cuando uno explicaba, a los sentados en la media, ellos, reacios a insertarse en un debate sobre la practicidad del emprendimiento experimental, hacían valer su condición de clientes para romper platos y ensalibar paredes.

La mesa entonces era para cuatro personas, distribuidas en tres sillas. El pelado yacía con sintensión, desplegado, aprovechando la comodidad. El plato (bondiola de cerdo con batatas acarameladas) y el vino (los páramos malbec-malbec) sin terminar.

Se me ocurrió un chiste gracioso, y de gracioso me di a la risa y a la del cocinero, que hacía rato se había dado cuenta de lo extraño. Los otros clientes no, nadie lo había notado, lo cual hacía aún más extraña la experiencia del pelado, la de los clientes y la nuestra, la experiencia pelada.

Nos dimos a la risa el cocinero y yo. Puse un disco que tenía una canción que tenía unos versos dedicados a un pelado. Le proponían acción despierta. ¡Cómo nos reímos! ¡Tan fuerte! Tuve que subir la música para tapar las risas, y, como la música llegó a volúmenes impensados, tuvimos que reir más fuerte, el cocinero y yo, y lo extraño de la experiencia pelada es que ningún cliente lo notó. Solo el pelado, que abrió los ojos lento, se desperezó y me echó una mirada bienintencionada a la vez que hizo un gesto pidiendo que baje la música. De nervioso apagué la risa y la música. Quedó sonando de fondo la risa del cocinero que pronto cesó. El pelado me llamó a su mesa y pidió que le caliente la bondiola. Había entrado otra vez al escenario de la vigilia y quería retomar su rol, adaptándose a todas las modificaciones que la experiencia pelada había sufrido en sus casi tres horas de siesta.

Parado atrás del mostrador lo vi: el pelado, aún en proceso de despabilación, hizo una caricia en el aire, como un mimo, empezando a la altura de la frente, terminando a la mitad de la espalda. El pelado parecía un mimo. El pelado se hacía un mimo. El pelado mimoso consigo mismo parecía mimar para los demás. Parecía actuar, hacer de mimo, y se hacía mimos en lo invisible. La mano surfeaba olas de pelo. La mano iba del principio al fin. De la gestación difusa de la ola a la espuma de la orilla, dispuesta a borrar una cancha de tejo, un mensaje escrito con el dedo gordo del pie, acompañado por el índice, sancho del más ancho. El pelado iba dispuesto con su mano y aparentaba ser aéreo gestadista.

Lo miré mucho el tiempo que tardó en calentarse la bondiola. Lo miré mucho a él, pero también miré a las otras tres mesas, con sus sillas particulares y las nueve personas que las poblaban. Miré intercalando: aparente pelado gestadista (melenudo fantástico), mesa de cuatro, melenudo fantástico, mesa de tres, melenudo fantástico, mesa de dos, melenudo fantástico. Intercalé y me sentí gestor de la relación entre las mesas, pues la experiencia pelada las tenía mirándose el ombligo. Me tenía a mí como único espectador de la (es)cena del pelado fantástico.

Caminando a la cocina pasé por atrás del melenudo. Pasé y sentí olor a cuidado capilar. Olor semipublicitario. Le pedí al cocinero que use el spray, el spray casi nunca usado, el caro spray desodorizante. Psss, psss, salí de la cocina. La bondiola, las batatas caramelizadas sin olor alguno acerqué al melenudo inhalando su alrededor cuidadoso. Y, sí, ese era olor a brillo, a suavidad. Era olor a cuidado capilar. Olor acariciable, olor surfeable, era olor largo de melena.

El me miró y me di cuenta que se había dado cuenta que algo me pasaba. Panié el restaurante con la vista para justificar la extrañeza en otra porción de la experiencia pelada, pero siendo aparente pelado mimo se atribuyó, y con cuánta razón, mi obrar de mozo confundido. Me mostró los dientes, los visibles dientes. "Gracias", dijo, y volvió a mostrar los visibilisimos dientes. Sacó del bolsillo una goma y se hizo un nudo en lo invisible. La goma colgaba justo a la altura del comienzo de la nuca. Ahí estaba, en el aire, abrazando pelo invisible, impregnándose del fabuloso olor.

Las otras tres mesas mirándose el ombligo, ni pidiendo nada, ni mirando ni nada más allá de ellos mismos. El melenudo parecía saberlo. Se manejaba con una tranquilidad comprendedora de situación. De pronto dejó caer un tenedor al piso y se empezó a reir. Se empezó a reir fuerte. Su risa encendió la del cocinero que había sido castrada. Risa que recuperó los testículos. Sumadas las risas componían una risa tormentosa. De nervioso puse música para taparla y la canción tenía unos versos que sugerían acción a un pelado, entonces el melenudo fantástico se paró y empezó a bailar. Agarró el vino y bailó al lado de su mesa riendo. La goma dibujando formas azarosas en el aire y la melena regando el espacio de tan particular olor.

Grité fuerte. "Melenudo impostor, pará con el baile y con la risa, la canción habla de un pelado, basta, no bailés". Las palabras tapadas por los truenos del cocinero y los del melenudo. Y bajo los truenos la experiencia pelada se empezó a llover. El melenudo, sin parar de bailar, sin parar de tronar, levantó sus cosas y tiró dos billetes de cien pesos arriba de la mesa. Sin parar de bailar, sin parar de tronar, se fue, volando la goma a la altura de la nuca, mostrando los visibilisimos dientes.

Apagué la música. El melenudo ya no estaba. No tronaba. Tronaba la tormentosa cocina. Los truenos se sucedían veloces, invasivos de todo plano sonoro. Los truenos con los testículos recuperados olían acariciables, surfeables. Los truenos olían a obsesivo cuidado capilar.

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